lunes, 19 de febrero de 2007

La redécouverte

Hace ahora más de diez años, va para trece, que lo conocí. Durante una Semana Santa fue mi profesor particular del dibujo técnico de primero de una carrera que intenté hacer con poca convicción y menos éxito.

No aprobé ese año, aunque sí al siguiente. No gracias a sus enseñanzas, sino a las de una academia de nombre absurdo. O tal vez sí, y lo que pasó es que lo que aprendí aquella semana tardó en fraguar algunos meses más, no sé.
Supongo, porque no lo sé, nunca lo supe, que tenerme aquella semana santa en su casa no fue idea suya, sino más bien de su mujer y de mi madre, primas hermanas de una familia hecha a base de impulsos. Maldita la gracia que le haría a él, supongo porque no lo sé, profesor de profesión (las redundancias nunca valen), en sus vacaciones tener que alargar el trabajo, en su propia casa y con un desconocido, pariente y lejano de su mujer.

Supongo que pensaría dedicar esos días a la escultura, porque eso es lo que era. Escultor, usualmente en piedra. Aunque aquellos días andaba enfrascado con otro tipo de obra: un violín. No, no era músico. Ya les digo, era escultor. Pero debió pensar que contruir un violín con las técnicas, materiales, barnices, manuales del siglo XVII (o XVIII, qué más da) era una obra de arte más.

Me dejaba en su estudio intentando dibujar levantamientos a partir de plantas y alzados imposibles y él salía al jardín de su casa. Un jardín donde convivían algunas de sus esculturas, varias gallinas de esas de patas gordas y con plumas, algún faisán y enormes árboles, no muchos. Salía al jardín para terminar de construir una escalera de escalones anchísimos a partir de traviesas usadas de tren que alguien le había dado (o vendido o robado, ya digo, qué más da). Unas traviesas que iban en la parte de atrás del coche el día que me recogió para ir a su casa, el día que lo conocí, unas traviesas que olían como huelen las traviesas del tren, mezcla de grasa, madera mojada y no sé que otras cosas, pero que es un olor inconfundible.

Mientras, yo me quedaba en su estudio, intentando dibujar algo pero mi inutilidad insuperable y la cantidad de cosas más divertidas que había allí me lo impedían. Era imposible no quedarse viendo las maquetas, los esbozos, las fotografías, los tintes para la madera a partir de claras o yemas de huevo,... Y el violín. Relleno de globos hinchados en su interior, tratando de empujar a la madera para que se combara lo suficiente. Allí aprendí lo que es el alma de los instrumentos.

Sólo pasé una semana en una casa, su casa. Suya de propiedad pero, sobre todo, suya de creación (también de su mujer, supongo, ya digo, no lo conocía lo suficiente). Había obras suyas en el salón, en la cocina, incluso en la pared de un baño, una pieza de cerámica incrustada. No les engañaré diciendo que marcó mi vida ni que sus enseñanzas fueron clave (ya les digo, ni siquiera conseguí aprobar). Simplemente me cayó bien, muy bien. Alguien que se esforzó en que aprendiera a dibujar a pesar de mi evidente desinterés y la notoria incapacidad. Aún conservo, después de tantas mudanzas, un pedazo de madera en forma de cubo de unos dos o tres centímetros de lado que él cortó y me dió para que intentara ver cómo debía estar dispuesto para proyectar aquellas sombras imposibles que eran la planta y el alzado que había que levantar. "Si lo ves en el espacio, lo verás en el plano", decía.

Después de aquella semana, volví a su casa un par de veces más. La primera, a una cena en el jardín. No recuerdo demasiado de aquella noche. No sé ni porqué fui. Era una cena familiar de una familia que no era la mía, aún siendo familia. No recuerdo casi nada. Me imagino que no lo pasaría ni bien ni mal sino todo lo contrario.

La siguiente, un día de enero lluvioso como sólo llueve en la sierra de Madrid en invierno. Frío y triste. De ese día sí que recuerdo más cosas. Recuerdo haber visto a una chica sentada en la escalera, sin parar de llorar, con la nariz enrojecida y los ojos tan rasgados que casi ni se le veían. Recuerdo el ruido de los murmullos de la gente, solo superado por el del agua cayendo sobre la cubierta del porche y recuerdo la escalera de traviesas escurrir el agua que no paraba de caer.
Si les apetece y les pilla por Madrid, hasta el 4 de marzo, en el Centro Cultural de la Villa tienen una retrospectiva de su obra. A mí me sirvió para redescubrirlo, recordarlo. Vayan y me cuentan qué les parece. Por si necesitan más referencias, el sábado hablaron de ella en Babelia (de donde he tomado prestada la foto).

6 comentarios:

Gata Vagabunda dijo...

Vida real, pero casi literatura.

Un gustazo!

Anónimo dijo...

sólo por cómo has escrito hay que ir a verlo

Veva dijo...

Coño, tu eres sobrino de él? Yo también lo conocí! Tiene una obra preciosa, a veces delicada, generalmente contundente.

Philadelphia dijo...

Ha estado como dos meses en el CAB o más, y siempre he estado con la intención de visitar la exposición...y como siempre, acabó cuando tenía tiempo de ir a verla. Si paso por Madrid...se intentará.

Anónimo dijo...

Después de leerle, ¡qué bueno fue aquel impulso que le llevo a pasar esa semana!.

Nando Rico dijo...

¡Gran redacción! Sin duda merecería la pena pasar un tiempo con esta clase de gente como lo hiciste tú.

Un saludo.